jueves, 1 de abril de 2010

Filosofía: Los frutos de la Meditación




Filosofía: Los frutos de la Meditación


Lo que pasa en los momentos en que meditamos no es importante.

A veces, generalmente, no ocurre nada. Como en un largo viaje en avión, miramos fuera de la ventana y vemos nubes, nada más que nubes y el color azul. Algunas veces el avión se sacude, nos ajustamos el cinturón y confiamos en el piloto.

A veces vemos la más hermosa vista, la más bella puesta del sol o el destellar de la luces. Pero lo que importa es que estamos volando hacia destino. ¡Cualquiera sea la belleza, turbulencia o grado de interés del viaje, no se nos ocurre pedirle al piloto que apague los motores!


La meditación no consiste en entrar en estados alterados de conciencia, o en ver y experimentar algo extraordinario.

La meditación es entrar más completamente dentro de lo cotidiano y descubrir allí la más absoluta maravilla que poseemos, la presencia de Dios, que es lo cotidiano fusionado con lo extraordinario.

A medida que aumente nuestra firmeza en mantener los dos momentos diarios de meditación, encontramos que la regularidad se hace más importante para el equilibrio y la completa paz de todo el día. Si se pierde un período de meditación, se siente la ausencia de algo esencial. Aunque el momento de meditación fuera turbulento o perturbado, sigue siendo la más importante parte del día.

Se vive, así, en una diaria disciplina, sólo por el hecho de continuar la práctica.

Un camino interior

Se percibirán los frutos de la meditación en su vida diaria y especialmente en sus relaciones interpersonales. La conciencia de este cambio personal interior puede no ser rápido o drástico. Puede ser reflejado por aquellos con quienes vive y trabaja. Ellos nos pueden comentar que hemos cambiado.

El cambio puede ser descripto mejor en lo que San Pablo llamaba “los frutos del Espíritu” (Gál. 5,22): amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí.


Pensemos en cada una de estas cualidades en términos de nuestra propia personalidad.
El amor va en primer lugar, el “don más alto”. También podemos encontrar una nueva alegría en la vida, aún en tiempos de estrés y sufrimiento.

La alegría es más profunda que el placer o la felicidad. Se encuentra un nuevo sabor en las cosas simples y naturales de la vida.


La paz es el regalo que nos da nuestro Espíritu. Es la energía de su propia y profunda armonía interior con nosotros mismos y con toda la Creación.

La paciencia es la cura para nuestra irritabilidad, ira e intolerancia, y para todas las formas con que tratamos de controlar y poseer a las personas.
La afabilidad es el regalo para tratar a los demás como nos gustaría que ellos nos trataran a nosotros.


La bondad no es “nuestra”, somos esencialmente buenos y nuestra naturaleza humana es semejante a Dios porque somos creados por Dios y porque Dios vive en nosotros.

La fidelidad es el regalo que llega con la disciplina de la meditación diaria y con el mantra. Para que cualquier relación interpersonal sea completamente humana y fundada en el amor, es necesario que la profundicemos con la fidelidad.


La mansedumbre es la práctica de la no violencia hacia los demás, como hacia nosotros mismos.


El dominio de sí es necesario si queremos gozar de la vida en la total libertad del Espíritu. Es el fruto del equilibrio de la meditación. El camino medio entre los dos extremos.


Los frutos del Espíritu crecen gradualmente en nosotros porque comenzamos a dirigirnos a la fuerza del amor en el centro de nuestro ser.


Todos estos dones son liberados a medida que aprendemos a escuchar el lenguaje del corazón, que es el silencio que espera por nosotros más allá de nuestro apego al ruido.

La fuente de nuestro ser es también la fuente que nos sana y nos unifica.

En conclusión, la libertad verdadera se encuentra en nuestro Ser, y la meditación es el camino que debemos transitar para darle alas al Alma.